Casita 333
Juliana Acevedo
December 2022
Si manejas por las calles en el sur del valle de San Fernando en California y encuentras el vecindario junto al parque Griffith, verás a mi primera casita: en donde nací, crecí y viví por los primeros ocho años de mi vida. Sería muy difícil pasárselo en una calle llena de casas y apartamentos grises y cafés, la casita de mi juventud es la única que es azul. Si quieres asegurarte que tienes la casa correcta, fíjate en los números del domicilio: 333.
Tener el apellido Acevedo y estar rodeada por gente que no son latinos, casi cada persona me llama “avocado” al conocerme por primera vez. Piensan que son originales y que nunca he oído ese chiste en mi vida. Adivina cuánto empeoró este apodo cuando mis amigos se dieron cuenta de que tuve un enorme árbol de aguacate en el jardín trasero de mi casa. Odiaba el apodo que me regalaron las personas que no querían poner esfuerzo en pronunciar bien mi nombre, pero estuve enamorada de mi árbol de aguacates. Tener una fuente eterna de la fruta y ver animalitos como ardillas y zarigüeyas merendando en mi jardín me hizo sentir como una princesa. También funcionó como escondite perfecto para los chiquillos antes que alcanzaran los cuatro pies de altura (y mi casa era simplemente perfecta para los juegos de escondidas. Pregunta a cualquier joven del vecindario o de mi escuela entre los años 2003 a 2011).
Pero mi hogar no fue solamente un lugar de diversión y alegría: la casa era embrujada; espantada por los fantasmas de cada mascota difunta que tuvimos mis hermanas y yo. Éramos una casa de muchos peces y cuando inevitablemente murieron después de vivir tres espléndidos meses, mis hermanas y yo enterramos los cadáveres chiquititos de los peces fallecidos en un camposanto. Construimos nuestro cementerio provisional bajo un árbol que estaba junto a la ventana de mi cuarto. Cada vez que perdimos otro soldado, lo colocamos dentro de un envase de plástico y lo enterramos bajo el árbol, excavando la tierra usando esas palas plásticas que traes a la playa para construir castillos de arena. Para darles contexto: en la secundaria, mi papá era actor en musicales y obras de teatro y mis hermanas y yo obviamente heredamos sus genes dramáticos. Los velatorios de los peces no eran la medida de nuestro melodrama; mi casita 333 actuó como escenario y teatro para nosotras. Mi papá siempre nos estaba grabando con su videocámara, si estuvimos bailando o cantando o actuando. Aquí nació nuestro amor por el teatro y por el arte de actuar. Aún después de mudarnos, mis hermanas y yo hicimos más de diez películas cortas con mi hermana mayor grabando y dirigiéndonos. Esta tradición que hemos compartido a través de los diecinueve años de mi vida empezó en la casita azul, junto con el amor de la creatividad y del arte, valores que mis padres nos inculcaron desde que nacimos.
Mi casita de infancia es una que te engañe; con su fachada alta y ventanas grandes parece ser una casa gigante, pero en realidad los cinco Acevedos casi no cabíamos en el hogar con dos habitaciones y solo un baño. Mientras crecí, la casa se encogió. Por eso nos mudamos; después del nacimiento de mi hermanita pequeña, era bastante apretado y casi no pudimos tomar respiro.
Extraño mi casita de azul clarita, pero, afortunadamente para mí, casi cada memoria que tengo allí fue grabada y salvada por mi padre. Y no debo ser tan dramática, mi casa actual está a sólo tres cuadras de distancia de mi primera casita.